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UNA PARTIDA CON MI PADRE

A los anónimos que ven lo que otros no y que hicieron y hacen más grande si cabe la densa historia de los pueblos de España. Va por ellos. Dicen que en los instantes previos al combate el miedo provoca un desagradable olor a vomito, pero esa sensación desaparece en cuanto te conviertes en el verdugo de una pobre alma. O el ajusticiado eres tú. En el infierno holandés todos los pecados son pagados con la carne propia y de los camaradas, el tercio es el brazo fuerte que empuña la ira de Su Católica Majestad y no hemos de hincar rodilla. Desde que volví de Flandes esa sensación es constante, nunca he dejado de sentirla. Mi padre siempre me decía “Vos no sois más que un peón en el tablero de la vida”, grandes palabras que guardare junto a muchas otras con gran nostalgia en lo más hondo de mi ser, aunque yo en el fondo sabía que no era un peón cualquiera pero al fin y al cabo un peón mas. Mi tercio lo dirigía Don Juan del Águila y Arellano, maestre de campo y amigo mío sobre todo. Yo p
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"Die alternative"

Un viento cortante se estampaba contra mi cara y yo me hundía mas en aquel oscuro abrigo fabricado en algún lugar de Inglaterra, cosa de la que nadie podía enterarse, aunque no era el único producto occidental que pululaba por las calles. Caminaba solo, no había nadie en la calle, la policía nos tenía controlados como a corderitos, y la gente tenía cierto miedo, aunque no tanto como al que le tenían  a la KGB o a los soldados soviéticos, pero eso es algo que no necesito explicar. Me dirigía a comprar el pan o cualquier alimento en realidad; que a mi me diera igual alimentarme, no significaba que debiera hacer lo propio con mi padre, pues lo que le quedase de vida no debia sufrir. Aunque las dificultades en Berlín Oriental eran atroces y la gente moría de hambre o por las balas que los guardias les disparaban al intentar pasar a la otra zona, el sentimiento de esperanza y de aquellos campos verdes donde poder pastar como corderitos que éramos existian, seguían vivos. Llevaba más de t

Barrotes

Las llamas gemían y chisporroteaban en la chimenea donde, Eugenio nos preparaba un sabroso y sólido guiso, de cuyos ingredientes solo pude adivinar el pimentón, que tanto me erizaba la piel paladear. Estábamos en pleno enero y el frío apretaba nuestros huesos cada vez más, menos mal que afortunadamente nuestro refugio era pequeño y nosotros muchos para él, se respiraba el calor mutuo en toda la estancia a pesar de ese hielo que congelaba nuestros tuétanos. Mientras nuestro cocinero aliñaba con brío el guiso al gusto que le pareció correcto, el resto estaba cada uno a lo suyo: José estaba leyendo a Unamuno, “Tulio Montalbán”, Enrique limpiaba y aderezaba el armamento disponible, dejando los fusiles como nuevos, Ana se cosía la chaquetilla dañada en un tiroteo y yo simplemente pensaba en mis cosas, con la mirada puesta en la humareda que escalaba fácilmente por los negros ladrillos de la chimenea. Ojalá ser humo. Aunque bien es cierto que en nuestras caras había un gesto distinto a otr