Las llamas gemían
y chisporroteaban en la chimenea donde, Eugenio nos preparaba un sabroso y sólido guiso, de cuyos ingredientes solo pude adivinar el pimentón, que tanto me erizaba la piel paladear. Estábamos en pleno enero y el frío apretaba nuestros huesos cada vez más,
menos mal que afortunadamente nuestro refugio era pequeño y nosotros muchos
para él, se respiraba el calor mutuo en toda la estancia a pesar de ese hielo
que congelaba nuestros tuétanos. Mientras nuestro cocinero aliñaba con brío el
guiso al gusto que le pareció correcto, el resto estaba cada uno a lo suyo:
José estaba leyendo a Unamuno, “Tulio Montalbán”, Enrique limpiaba y aderezaba
el armamento disponible, dejando los fusiles como nuevos, Ana se cosía la
chaquetilla dañada en un tiroteo y yo simplemente pensaba en mis cosas, con la
mirada puesta en la humareda que escalaba fácilmente por los negros ladrillos
de la chimenea. Ojalá ser humo. Aunque bien es cierto que en nuestras caras había un gesto
distinto a otros días, un gesto agrio y amargo, pero eso nos pasaba cada vez
que perdíamos un camarada, a pesar de que no le conociéramos de nada, este,
había sido detenido a las puertas de la casa de su novia, en Santander.
Ingenuo. No formaba parte de nuestra partida si no de otra cercana pero
llevábamos combatiendo con ellos desde el 37, y después de más de un lustro entre
trincheras, balas y fríos montes, los lazos de afecto que unos unían a todos
nuestros hermanos de armas eran muy fuertes. No sabíamos nada sobre él, y creo
que la macabra costumbre se impondría y no recibiríamos noticias suyas nunca,
poco a poco su cara de niño se nos olvidaría, ese era para mí y creo que para
todos mis compañeros, el verdadero crimen. El olvido de la memoria, nuestra memoria.
No solo era
por las perdidas, era por todo. Cada semana que pasaba el ánimo y la moral
descendían, nuestras fuerzas hacían lo propio como si en realidad nuestra mente
fuera la verdadera enemiga, enfrentada a nosotros en un arduo duelo por
sobrevivir, para seguir haciendo eso mismo, luchar. Esa retorcida subconsciencia
no nos hostigaba con balas de plomo helado, lo hacía con preguntas que te
atrapaban el alma y ansían ser respondidas para dejarla escapar. Ese mismo
sentimiento podía leerlo en el negro de los ojos de mis camaradas cada día,
cada momento y en cada uno de los lugares que atrevíamos pasar desde que cayó
la República. Pero no. No y no. No podíamos dejar que las querellas que nuestra
mente planteaba a nuestro ser, nos atraparan. El bien común es el bien de todos y
cada uno de nosotros, estamos aquí por nuestro futuro, nuestros ideales y por la revolución, hasta que
la última gota de nuestra roja sangre impregne la tierra que nos vio nacer.
Mientras yo
cavilaba esto, Eugenio saco el caldero y nos pidió que dispusiéramos los
cuencos para servir nuestra comida. El humeante guiso desprendía aromas frescos
y castellanos, olores familiares y añorados por mí, me reconfortaba enormemente
pensar que en realidad estaba degustando los manjares que la abuela nos hacia
cuando el sol levantaba su mirada a los campos que teníamos que arañar con nuestras manos. Una vez todos sentados alce la voz para hablar, quizá motivado
por mis pensamientos anteriores:
- Camaradas,
me gustaría decir unas palabras antes de catar nuestro alimento, sé que no es
momento para discursos, pero después de pensar para mis adentros y fijarme en
las expresiones de vuestras caras lo veo necesario - Dije sin levantarme de la
silla.
- Expectantes
atendemos a ello querido amigo- Dijo José cerrando su lectura.
Todos me
miraron con algo más de entusiasmo y eso me alegro enormemente:
- Hoy,
mañana, como lo fue ayer, no debemos perder la esperanza y decaer en la espiral
de la autocomplacencia y resignación, tampoco debemos perder la oportunidad que
la historia nos brinda, somos pocos pero somos multitud. Que esta sentencia se
os grabe a fuego en vuestras entrañas. Mis seres queridos han sufrido, han sido
torturados, violados y asesinados, TODOS. ¿Y qué? Nosotros solos, hasta el último
hombre o mujer puede cambiar el rumbo de las cosas, por eso compañeros nos
quedamos. Nos quedamos por todos y por el mundo, por lo justo y por lo que
consideramos razonable. Arriba las conciencias, ahora más que nunca: ¡No pasaran!
Irrumpieron
en aplausos vacuos para tan poca sala pero suficientes para mí, pues el objetivo era recuperar su ánimo y creo que tuve éxito. Al terminar aquel
mitin improvisado, hincamos el diente a las carnes del puchero y creo que todos nos sentimos
satisfechos después de semejante almuerzo. Después de dispensarlo completamente
y charlar sobre los planes de esta noche, recogimos los cubiertos y los
depositamos en una palangana de cobre para mañana ir en otro momento al rio.
Entonces fue cuando llamaron a la puerta y solo podía ser una persona pero por
si las moscas, estire mi brazo hasta la silla donde estaba mi fusil, lo cargué, expectante a nuestro visitante. Afortunadamente era Víctor, el
pastor, el cual vivía en San Roque de Riomiera, aldea a la cual bajaríamos en unas
horas. Traía buenas nuevas que contarnos:
- ¡Buenos días amigos!
- Siempre con una complaciente sonrisa -Traigo un par de noticias de su interés,
la primera es que París ha sido liberada hace una semana de las fuerzas
fascistas y los primeros en entrar en la ciudad han sido los republicanos
españoles de La 9º, algo de lo que debemos estar orgullosos.
- ¡Vaya, que buena noticia Víctor!
–dijo no recuerdo muy bien.
- La otra noticia es que han
detenido al panadero del pueblo por esconder en su casa a una mujer condenada a
muerte que escapó, ella murió en el paredón, él no afortunadamente.
- - Hemos de ayudarle, ¿Dónde está?-
dijo Ana.
- - En el cuartelillo, pero si
no recuerdo mal esta noche pretendíais bajar ahí ¿no?-cuestionó el pastor.
- - Si, y liberar a las gentes que está encerradas ahí –aclaró Enrique.
- - Bueno yo me marcho, el me echarán en falta pronto, ¡adiós amigos!- se
despidió el hombre.
- Bien, lo tenemos claro y ya está hablado, al caer la noche, asaltaremos la aldea, la población está de nuestro lado.
- Bien, lo tenemos claro y ya está hablado, al caer la noche, asaltaremos la aldea, la población está de nuestro lado.
Todos
asentimos ante estas últimas palabras pronunciadas por Ana, parece que se había
tomado muy a pecho esto, en realidad todos los temas que involucraban a mujeres
de por medio.
Las horas
pasaban y los nervios se apoderaban de nosotros con rapidez, no dejábamos de
mirar el reloj continuamente. Poco antes de que comenzara el sol a despeñarse
de la cúpula celeste, me fui al otro cuarto de la casita donde estaban los
camastros y, sorpresa mía, Ana estaba desnuda, lavándose y me quede unos
instantes, hasta que se dio cuenta, mirando esas curvas esculpidas en mármol
por la mismísima Afrodita, si es que no era ella la que se postraba ante mis
ojos. Desde que llegué al frente, siempre estuve enamorado de ella, de como era, de como hablaba, de como me miraba. Mi camarada se dio la vuelta y no dijo nada, siguió a lo suyo, ahora secándose
con una toalla, de forma provocativa eso si, en lo que parecía un juego para
ella, o al menos eso quise pensar yo, ciego y sin tiento, ante el paraíso que estaba contemplando. Un buen rato mantuvimos ese juego de miradas, mientras hacia verter agua sobre sus oscuros cabellos, hasta que cortó el juego:
- - Todos sois iguales, anda
sal de aquí no vaya a ser que te lleves un palanganazo en esa cabecita de
adolescente baboso que tienes- dijo con tono casi cómico, aunque en su mirada y la mía dijeron todo, sin decirse nada.
- - Me voy, me voy- dije
cerrando la puerta.
Aun enfadada era preciosa.
Al caer la noche y sin mediar palabra cogimos nuestros avituallamientos y armas
y salimos por la puerta cerrando el candado. Yo llevaba, el fusil, las navajas
en el cinto, un revolver del 14”, un cincel y un martillo, estos últimos para
abrir cerraduras de las celdas del cuartelillo.
Enrique y
Eugenio levaban sendas linternas alumbrando el camino, y cuando divisamos
alguna luz, sabíamos que habíamos llegado a San Roque de Riomiera, nuestro
objetivo, estos apagaron las linternas y las dejaron en un arbusto localizable
para cogerlas al regreso, si es que había regreso.
Nos
distribuimos por el pueblo nada mas llevar y nos comunicábamos por señas y
silbidos avanzando poco a poco escondiéndonos detrás de cada carro o murete que
nos encontrábamos. El pueblo sabia del plan y habían montado bronca esa noche en la taberna local, para que la Guardia Civil dejase lo mas vacía posible la zona. Cuando llegamos al cuartelillo, o más a bien a divisarlo,
nos extraño algo que nunca había visto allí: la no existencia de guardias en la
puerta a pesar de estas encendidas las luces en su interior. Ana hizo una señal
a la pareja formada por Eugenio y Enrique, y estos entraron por la ventana y se
escucharon los primeros disparos, rápidamente Ana fue corriendo desde su
posición hasta la ventana que le tocaba y se escucho un grito varonil que acabo
con el guardia caído en la repisa de la ventana con el cuello abierto. Todo
esto lo observábamos José y yo desde dos árboles a apenas 50 metros del
cuartel. Me gire para señalar algo a mi compañero pero me fije en que ya no
estaba. Y el corazón me dio un vuelco. Por un momento deje de pensar en la
misión pero rápidamente recordé lo acordado años antes, si en un asalto
alguien caía, debemos seguir adelante hasta la victoria. Comencé a correr
jadeante hasta la puerta del cuartelillo y en el vestíbulo de este dos de la benemérita
con sendos disparos en tronco y cabeza, al fondo del pasillo la puerta que daba
a los calabozos estaba a medio abrir. Ana estaba intensando abrir uno de los
dos calabozos ante la visión de los prisioneros de ambos, los cuales estaban en
un estado deplorable, en una mezcla de alegría y tristeza, la mugre caía de sus rostros, al son de las lagrimas y sollozos.
- Ya estoy aquí, a José le perdí la pista hace unos momentos - informé.
- No debemos desviarnos, desgraciadamente ya nos ocuparemos de él, lo que importa es el bien común, ya lo sabes - dijo Enrique.
- Ya estoy aquí, a José le perdí la pista hace unos momentos - informé.
- No debemos desviarnos, desgraciadamente ya nos ocuparemos de él, lo que importa es el bien común, ya lo sabes - dijo Enrique.
- - Está bien, déjame a mí,
Ana- la aparte de la cerradura de la primera celda martillo en mano y de un
golpe destrocé el oxidado artilugio. - Ya esta amigos, son libres.
- - Por favor ayúdenme, os lo
ruego, he pasado mil perrerías aquí dentro -
dijo el que imaginé sería el panadero con el aspecto algo mejor - No se preocupe buen
hombre- la dijo Ana - le sacaremos de ahí.
Me gire y
di un golpetazo al metal mientras veía como nos quedábamos Ana y yo solos
liberando a ese hombre atado con cadenas a la pared, los otros dos se fueron a escoltar a los liberados
hasta nuestro refugio. Al entrar a la húmeda celda, no nos dio a reaccionar y aquel vil manipulador
saco un cuchillo y se abalanzo sobre el vientre de Ana haciéndole que esta
cayera al suelo en lo que se estaba haciendo un charco de sangre. No estaba atado, era todo una trampa. Mi rabia era
indescriptible y yo le aseste tales golpes en la cabeza con la culata del fusil, disfrutando cada embestida, llenando mi ira y mi ropa y cara de salpicaduras de sangre. Cuando me dirigía hacia Ana que agonizaba en
el frio suelo de esa celda cántabra, note algo frio en mi nuca, al girarme me di cuenta de que era mí
revolver el cual había dejado caer en la trifulca, ahora sujetado por José:
- - ¿Qué haces, estás loco?
- - Yo solo sirvo a mi patria y
a mi caudillo, levántate sabandija - incrédulo lo hice y pude ver al pastor ahora sin lo
que era su máscara; era un guardia civil enviado desde Reinosa que nos había engañado al
igual de el verdugo que empuñaba el arma sobre mi cabeza - Esto es imposible.
Y eso fue lo último
que dije en libertad. Me metieron en la celda de enfrente y cerraron con llave,
yo me agarre con fuerza a los fríos y húmedos barrotes que me separaban de Ana
ahora ya muerta, no pude contener las lagrimas saladas que no cesaron en su
empeño de caer al duro suelo que me esperaba. Aquella camarada por la que suspiraba y luchaba codo con codo, había caído presa de la traición más vil que podía esperar.
Me condenaron en juicio militar a pena de muerte por tantos delitos que al segundo dejé de escucharlos. Me fue conmutada por cadena perpetua y aquí en la cárcel donde trazo estas líneas, aprendí a escribir bien gracias a compañeros maestros de escuela, esos grandes olvidados que sembraron el germen de la cultura frente a la represión. Llevo tiempo queriendo empezar mis memorias, que no son otras que la de muchos otros que lucharon y cayeron, caen y caerán en el olvido. Si comencé con el episodio dramático de mi encarcelación y muerte de mis camaradas, es porque considero profundamente que mi vida empezó ahí, la verdadera vida de alguien que eligió luchar por los demás, mientras nos quede aliento, no queda otra opción que pelear, porque eso en definitiva es la mejor vida que uno puede elegir ¿No?
Me condenaron en juicio militar a pena de muerte por tantos delitos que al segundo dejé de escucharlos. Me fue conmutada por cadena perpetua y aquí en la cárcel donde trazo estas líneas, aprendí a escribir bien gracias a compañeros maestros de escuela, esos grandes olvidados que sembraron el germen de la cultura frente a la represión. Llevo tiempo queriendo empezar mis memorias, que no son otras que la de muchos otros que lucharon y cayeron, caen y caerán en el olvido. Si comencé con el episodio dramático de mi encarcelación y muerte de mis camaradas, es porque considero profundamente que mi vida empezó ahí, la verdadera vida de alguien que eligió luchar por los demás, mientras nos quede aliento, no queda otra opción que pelear, porque eso en definitiva es la mejor vida que uno puede elegir ¿No?
FIN
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