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UNA PARTIDA CON MI PADRE

A los anónimos que ven lo que otros no y que hicieron y hacen más grande si cabe la densa historia de los pueblos de España. Va por ellos.
Dicen que en los instantes previos al combate el miedo provoca un desagradable olor a vomito, pero esa sensación desaparece en cuanto te conviertes en el verdugo de una pobre alma. O el ajusticiado eres tú. En el infierno holandés todos los pecados son pagados con la carne propia y de los camaradas, el tercio es el brazo fuerte que empuña la ira de Su Católica Majestad y no hemos de hincar rodilla. Desde que volví de Flandes esa sensación es constante, nunca he dejado de sentirla. Mi padre siempre me decía “Vos no sois más que un peón en el tablero de la vida”, grandes palabras que guardare junto a muchas otras con gran nostalgia en lo más hondo de mi ser, aunque yo en el fondo sabía que no era un peón cualquiera pero al fin y al cabo un peón mas.
Mi tercio lo dirigía Don Juan del Águila y Arellano, maestre de campo y amigo mío sobre todo. Yo provenía de una aldea en torno a uno de los señoríos de su familia, Villaviciosa, infinidad de veces nos perdimos por los helados montes abulenses. Mi padre, humilde labrador, pidió a su señor y el mío, Don Miguel del Águila y Velasco, poder partir hacia El Berraco, a lo que él respondió que sí. Pasamos el resto de la infancia juntos, luchando en duelos con palos de madera, quizá porque nuestros cuerpos ya sabían a lo que estarían destinados. Cuando Juan alcanzó la edad y al ser hijo bastardo, se vio en la tesitura de elegir el único camino para alcanzar gloria, honor y fama: las armas. En Ávila, nos dirigimos al palacio de un familiar suyo, el Palacio de los Águila y posteriormente nos dirigimos hacia el Palacio de los Verdugo; una cruz borgoñesa ondeaba y eso indicaba que ahí estaría el capitán de compañía recogiendo nuevos bisoños. Eso sí, antes de entrar me quede embobado unos segundos con la Catedral de la ciudad. Entramos en el lugar donde tras cruzar la estancia, guardada por dos soldados, llegamos a un patio porticado donde se amontonaban varias personas y entre esa maraña de gentío una mesa llena de papeles y dos personas, un sacerdote y un militar, el capitán. Yo me despedí de mi amigo con gran pena, pero a la vez con orgullo, el destino le deparaba un buen augurio. Un sincero abrazo fue lo único que necesitamos para saber la hermandad que nos unía.
Desde el año 1565 y los siguientes en Ávila no fueron fáciles, entré como aprendiz de zapatero cerca de la Iglesia de San Juan y en mis ratos libres escribía mi poesía, alimentado de pan mohoso y algún animalejo que encontrara. Cierto día, Fray Hernán Sánchez, un muy buen amigo, me trajo una carta. Era de mi añorado Del Águila. Me decía que estaba en un tercio al mando de un abulense también, Gonzalo de Bracamonte, y que me escribía estas líneas a punto de salir del puerto, pues se dirigían a socorrer Malta de los Infieles. Aun la guardo con mucho aprecio pues sería la primera, mas yo en 1580 me aliste en el mismo destino, llevado por el orgullo que sentía al ver como el nombre de Don Juan del Águila corría por las tabernas de Castilla, por la necesidad y también por la  envidia, aunque es bien sabido que en tierras de Castilla la fanfarria de estas corroe pueblos y ciudades, convirtiendo a los españoles en simples peones con los ojos vendados. Aunque algunos de ellos como Juan conseguían llegar al final del tablero y cambiarse por una pieza más. Era un simple envoltorio. Dichosos peones, otra vez mi padre tenía razón.
Pues ya sabéis de donde vengo y por que empecé a luchar por la corona y por mí mismo. En esta fría noche de enero de 1599 he decidido comenzar a escribir más que poesía, enfermo y postrado, dirijo las letras en un concierto mas para que la música se pueda leer una última vez, la ultima de un hombre cansado de la vida. Omitiré lo que no sea reseñable, solo las conclusiones que he sacado del paso por el valle de llantos.
 Así pues, he decidido comenzar mi pequeña historia a una milla de la villa flamenca de Grave ya en el tercio de Don Juan, por aquel entonces ya apodado “sin miedo” y escribiendo como siempre en mí tienda de campaña algunos versos de poca monta. Llevábamos 5 días construyendo un fuerte para más tarde avanzar sobre la mencionada plaza y evitar que los holandeses tomen posiciones adelantadas. La guerra se sustenta en fuertes y derribar o construir diques en estas tierras anegadas de sangre; el terreno y su conocimiento eran vitales. Habíamos construido bastante la verdad, y mientras manejo la pluma puedo ver en esa noche como las hogueras arden hacia el turbio cielo europeo, que clamaba y clama paz pero no somos capaces de verlo. Desde la tinta que arrastro puedo ver el vino correr por las gargantas de mis camaradas, sus carcajadas y su mugrienta comida salir disparada de sus bocas al son de ellas. Algunos recitaban coplillas, otros silbaban y otros dormitaban a la espera de despertarse en su pueblo y salir de aquel negro pozo. O al menos eso pensaba yo. Apenas dos semanas había ocurrido algo inaudito, la única vez que me sentí verdaderamente humano, en la isla de Bommel. Sitiados por una gran flota enemiga y hostigados por doquier, el día 7 un soldado encontró enterrado una pintura de la Inmaculada Concepción, todos sin duda lo atribuimos a una obra divina y fue colocada en la iglesia del Monte Empel, dentro de esa isla. Lo milagroso aconteció al día siguiente pues un recio frio había congelado el rio Mosa inexplicablemente y los navíos se retiraron del lugar para evitar quedarse en el hielo. El día 9, Bobadilla, nuestro valiente caudillo, con la voz en grito ordenó cruzar el rio. Yo mismo tiré mi pica partida al suelo y desenvaine, con mi acero en mano y la vizcaína en la siniestra, marche sobre el fuerte holandés, pero huyeron del lugar y la victoria era nuestra. Estábamos dispuestos al suicidio colectivo pero Dios esa gloriosa jornada fue español. Este hecho reforzó nuestra moral, nos creíamos tocados por la mano del Señor.
Todas las noches escribía en mi estancia por aquellos lares me hacia la misma pregunta e igual respuesta, “¿Qué hacemos aquí? Pregunta que todos los días rechinaban mis oídos. Los holandeses no nos quieren y muchos belgas tampoco, ni tampoco atacaban las Españas, eran territorios del rey.” Todas las noches me hacia esa querella y me la respondía yo solo, la primera vez fue de camino a Laredo años antes para embarcarme en mi aventura y aunque muchas veces no quisiera luchar, de alguna manera, como si en contra de mi voluntad, moldeado y enfrascado en un ataque de ardor patrio y católico, perseguía sin desertar. La última vez que me formulo la pregunta es ahora mismo, en un cuartucho con un fraile rezando por mi alma y a punto de morir. Y siempre la misma respuesta. Padre otra vez, vos siempre teníais la razón. Peones nada más que peones. Y este era y soy yo, Alonso Urrutia de Guzmán, un castellano que pintaba para poeta y se quedó en espada que se va evaporando en la pólvora de la contienda. En el ejercito se decía “España mi natura, Italia mi ventura, Flandes mi  sepultura”, yo cometí blasfemia contra este credo y no caí en Flandes, afortunadamente.
De vuelta a aquella fría noche holandesa, mientras yo andaba en mis lucubraciones y escribiendo mis vivencias y andares liricos donde podía, abrieron la tienda de campaña y apareció Alfonso Peláez, un buen amigo y mejor patriota:
-          ¿Ya estáis en vuestras pájaras mentales?- me preguntó
-          Me conocéis bien amigo mío, en efecto, en tal menester ando- Le respondí
-          Vamos Alonso, déjate de escribir y no me seas cagalindes, mañana será un día duro, tomate un trago- Me dijo arrastrando las palabras, quizá debido al vino.
-          Vale, pero un chato eh - dije mientras guardaba las cosas en mi saco de cuero- A veces pienso que eres un bultuntún, pero bueno la bebida hace a los hombres más salvajes, vamos para allá.
Salimos de la tienda y nos acercamos a una hoguera donde varios compañeros berreaban sandeces unas graciosas y otras no, llegó a mis manos un vaso de barro y pegué el primer trago, “está muy bueno el condenado” y así uno detrás de otro. A la mañana siguiente amanecí en mi tienda y con una pestilencia envolviendo mi cuerpo, eso sí creo recordar que fue la mayor cogorza de mi vida. Quitando importancia al asunto, cogí mis bártulos, morrión y arcabuz incluidos y me dirigí a la tienda del maestre pues el día anterior me lo ordenó. Al llegar dos guardias me abrieron y entré, la tienda era espaciosa pero austera y estaban en ella varios recibiendo órdenes o analizando mapas, planos y papeles sobre la mesa central, el Maestre al verme se acercó:
-          El arte de la guerra hoy en día es tal que cada par de años es menester aprenderlo de nuevo.
-          Cuánta razón envuelve ese lema- le dije
-          Ni que lo digas querido Alonso, ¿Sabes donde la escuché? En la corte de boca del Cardenal Granvela- se respondió a sí mismo con tono chulesco- ¿Sabéis por qué os he llamado?
-          No, imagino que para alguna orden que queréis que lleve a cabo- imaginé
-          Es eso en su mayoría, veréis, os voy a ascender a Cabo Furriel y vais a comandar una escuadra de 20 hombres en una encamisada a una aldea cercana en cuya iglesia hay un cofre de madera y latón de suma importancia, además de limpiar la iglesia y alrededores- dijo en todo solemne- Si cumplís y regresáis con aliento, os licenciaré y podréis disfrutar de nuestra amada Castilla de nuevo.
-          No sé qué decir ante semejante honor, no hay palabras que describan lo grandioso de este momento- le respondí emocionado
No dijo nada, solo un gesto valió para que saliera del lugar. El resto del día anduve por el campamento reclutando a 20 hombres, uno de ellos se presentaría voluntario,  Beltrán “El lagarto”, cuya lengua abandonó en Amberes y solo su mal humor le servía para delatarse como un gran hombre de honor y buen corazón. Al anochecer los reuní en la hoguera que la noche anterior use de encuentro con Baco. Una vez comidos les hablé:
-          Los exploradores han informado de que la pequeña iglesia la rodean restos de chabolas y aseguran haber visto fuegos en su interior, hay enemigos dentro.

El  minúsculo campanario puede servir como punto de disparo, así que como el edificio  tiene dos puertas, nos dividiremos en dos grupos de diez y once. Las lluvias de los últimos tiempos han hecho que los matojos crezcan, iremos muy agachados. Una vez lleguemos a las puertas entraremos todos a la vez y nos batiremos cuerpo a cuerpo con esos  hi de putas. Cogedlo todo y recemos a San Miguel.
Así hicimos, nos vestimos con las camisas blancas y nos equipamos con los 12 apóstoles que eran las 12 cargas de arcabuz y con todos los aceros y viandas cortantes que fueran posibles.  Nos volvimos a reunir y partimos al encuentro de los flamencos. Al llegar a la aldea, vimos la iglesia más pequeña de lo esperado y nos dividimos en los grupos. Nada mas separarnos escuchamos silbar por encima de nuestros cuerpos la canción de la parca. Desde el campanario y desde una ventana dos tiradores disparaban contra el otro grupo. Vi caer a los dos primeros de la columna. El tercero ya no pues la oscuridad nocturna me lo impedía. Nosotros salimos mejor parados, un trozo de plomo desparramó media cara de Ferrante un soldado que acababa de conocer, no tendría ni 20 años. Nos pegamos a la puerta y oímos que el otro grupo se adelantó y la tiramos abajo a patadas, nuestros compañeros nos adelantaron y ya estaban en lidia. Sin más con las armas en mi mano grité” ¡Por el Rey!” y se abalanzaron sobre el enemigo conmigo a la cabeza. Lo recuerdo como si fuera ayer, no eran para nada diestros y de un tajo seco cercene el cuello al primero que me crucé y parándole con la guarnición de la espada y hundiendo la hoja de la vizcaína en sus entrañas acabe con el segundo. El combate duro poco y una vez cogimos el cofre correcto aseguramos la destrozada aldea y limpiamos nuestras armas, una vez hecho esto cogimos los cadáveres de los 5 muertos a nuestros hombros pues aquellos valientes habían caído de pie, luchando. Ojala me hubiera podido cambiar por ellos. Ojalá. Aun hoy sigo cargando con el sentimiento de culpa de aquellos que fallecieron en mi única contienda al mando. Al llegar al campamento di parte a Don Juan de lo sucedido y le entregue la mercancía, en la cajita había dinero suficiente para pagar lo debido a la soldadesca hispana de nuestro tercio, una operación muy bien cavilada por  Del Águila.
-          Un barco os espera en Harderwyck junto a otros veteranos licenciados, con destino a La Coruña, allí - me dio una bolsa con dinero - conseguid un caballo y volved a Ávila, he enviado una carta a mis parientes en la capital y os han conseguido trabajo como registrador del Obispado, no volveréis a pasar penurias ni vos ni vuestra familia-concluyendo con una gran sonrisa con la que le centellearon las canas de la barba.
Solo respondí con un abrazo y arrodillándome ante él, tenía razón y ese no era lugar para un “juntaletras” como me llamaban mis amigos en Flandes. A la mañana siguiente me despedí de muchos y sobre todo del borracho y nunca cuerdo de Alfonso Peláez con la promesa de vernos en las Españas… donde estaréis Alfonso. El viaje fue tumultuoso, pero perro malo nunca muere así que al mes de partir ya estaba entrando en la ciudad de la muralla. Mi vida siguió siendo una batalla constante contra mis piernas, cada vez me costaba más moverme y solo me consolaban mis lecturas y escrituras, la más reconfortante de toda mi vida la leí hace dos años, de un tal Miguel de Cervantes Saavedra, La Galatea, el escritor promete una segunda parte y espero que siga publicando novelillas y  demás, pues será recordado, os lo puedo asegurar.
Leí también a la famosísima Teresa de Cepeda, nueva bandera de la ciudad, su mística me hizo sentir cosas tan bellas que jamás pude imaginar que existían.
Cierto día no pude más que mover las manos y la cabeza, el resto de mi cuerpo no respondió y no quería que respondiera, la partida ha finalizado, en jaque mate. Llevo 5 días sin comer pues solo me quiero dejar morir en este estado en el que yo, una pieza del tablero y España caerían en desgracia. Perdí mi batalla pero a pesar de ser un simple peón, como me recordaba de forma tediosa mi progenitor, he seguido adelante, con mi culpa, mi inocencia, mi ignorancia, mi papel y mis palabras por arma.
Bien se que llegó mi hora pues me quedaré para el siguiente escalón con el recuerdo de un hombre que aprendió a jugar al ajedrez de la vida, rodeado de lo que más quiso.

Gracias Padre.

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